Un analista político debe alejarse de los enfoques tradicionales, descartar el mal juego de la rutina. Mirar más allá de los esquemas congelados y someter los hechos a un pensamiento paralelo. Aunque nadar contra corriente no lleve siempre a una acertada interpretación, es reconfortante disponer y ofrecer visiones que no respondan a un patrón único.
Ya resulta tonto considerar a la oposición como una realidad independiente del régimen autoritario. Su sistema político es una horma fuerte, insaciable en acumular capacidad de control, que impone sus reglas, extiende sus valores por los intersticios de la vida social y conforma una armadura opresiva que se sobrepone habitualmente a todos los sujetos políticos e institucionales, incluidos los diversos modos de hacer y ser oposición.
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La pregunta es si existe aún margen de acción para una estrategia que efectivamente reduzca y atraiga a sectores que aunque actualmente apoyan al régimen, manifiestan distintos grados de inconformidad y rechazo con su desempeño siendo chavistas en general o seguidores de Maduro en particular.
¿Tienen las distintas ramas de la oposición, recursos y reservas para retoñar fuera de su pequeña y desabrida salsa?
Una posible respuesta, todavía dentro de la caja, es expresar una política más alternativa que opositora. La acusación fácil sobre que ella disminuirá la resistencia al régimen, no parece válida al compararla con una mala praxis que, repetida sin autocrítica ni rendición de cuentas, ha fortalecido al estatus y debilitado a la oposición en los últimos años.
La recurrente pérdida de realidad de la oposición ofrece evidencias demasiado graves y dolorosas para dejar de verlas.
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En primer lugar, la oposición elabora discursos contrarios al gobierno que no le hacen mella a éste. En segundo lugar, no existen empeños sistemáticos para restablecer la comunicación entre élite política y el venezolano que ya no puede ir al mercado. Y finalmente, la oposición, no importa cuál sector según la metáfora sobre la manzana podrida, devela un proceso de descomposición en términos éticos, de imperio bestial de los cálculos pragmáticos y enclaustramiento en sus ficticias batallas por el poder.
Una política alternativa debe volver a ser una asociación de ideales, intereses cívicos y voluntad de transformación para convivir y vivir mejor. En esa concepción no priva cuántos cañones se tienen sino para qué se tienen y hacia dónde apuntan. Más propuestas, más solidaridad con la gente y más verdad.
La duda pisa sobre las certidumbres: ¿puede esta élite rectificar y superarse? Para volver a creer en los políticos no hace falta exigir mucho: apenas lograr que algunos pocos dirigentes hagan un gesto como el de Ricardo Lagos que condujo a Chile al cambio en reconciliación y unión para reconstruir al país. ¿Es mucho pedir?
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No tengo una manual sobre qué es una política más opositora que alternativa, pero albergo la esperanza que haya muchos dirigentes que posean visión estratégica para situarse por encima de las pequeñas contiendas, comenzar a ser referentes para la renovación de los partidos, la construcción de espacios y relaciones democráticas necesarios para convertir un triunfo electoral en el inicio de una transición.
Mi predisposición al optimismo me hace desechar fórmulas como el «váyanse todos» o «todos son malos menos yo». El cambio o es obra conjunta o no lo será. Es como dice Descartes: “Dos cosas contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros, o ir por el buen camino”