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Opinión

«¿Qué estás haciendo, Pablo? … Salvando nuestras vidas»

Cipriano Castro, exmandatario venezolano, decidió someterse a una cirugía en Alemania tras el fracaso de un procedimiento médico en Venezuela. Su partida marcó el fin de su poder, pero le permitió sobrevivir 16 años más, lejos de su patria.

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Gente de Hoy

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Cipriano Castro, en su exilio en Puerto Rico, donde vivió hasta su muerte en 1924.

Por: Rafael Simón Jiménez.- Cipriano Castro fue un caudillo audaz, vocinglero y belicoso, cuya aguda intuición sobre la realidad política y militar venezolana le permitió llevar a cabo con éxito una invasión armada que, en apariencia, estaba destinada al fracaso. Esta hazaña lo catapultó, en solo seis meses, desde los confines fronterizos con Colombia hasta la Casa Amarilla, símbolo del poder en la Venezuela de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.

Nacido en Capacho, Estado Táchira, su padre, Don Carmelo, trató de encaminarlo hacia el sacerdocio, enviándolo a estudiar al seminario en Pamplona. Sin embargo, la verdadera vocación de Cipriano estaba en las armas. Desde joven, se involucró en las guerras civiles que sacudían al Táchira, donde logró destacar por su valor y audacia. Desempeñándose primero como gobernador de la sección Táchira del Gran Estado Los Andes, más tarde fue elegido diputado por esa región al Congreso Nacional.

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Su incursión parlamentaria le permitió adentrarse en la política nacional y codearse con los caudillos del decadente liberalismo amarillo, que a finales del siglo XIX, bajo el predominio de Joaquín Crespo, ya mostraba signos de erosión que anticipaban su colapso. Castro, como buen andino zamarro y calculador, analizó cuidadosamente la situación nacional y valoró los méritos y la influencia de Crespo, por lo que evitó confrontarlo. Cada vez que regresaba al Táchira después de un viaje a Caracas, comentaba a sus seguidores, que impacientes esperaban sus noticias: ‘Mientras Crespo mande en Caracas, no podemos intentar nada.’

Con el fraude electoral que Joaquín Crespo lleva a cabo para imponer a Ignacio Andrade como su sucesor, cerrándole el paso al popularísimo “Mocho Hernández”, y con la posterior muerte de Crespo en la Mata Carmelera, Cipriano Castro siente que ha llegado su momento. Desde Cúcuta, y desde la vecina población de La Mulera, recluta un improvisado ejército de 60 hombres. Seis meses más tarde, en noviembre de 1899, tras múltiples intrigas entre los jefes del ejército liberal y con más derrotas que victorias, logra arribar a la Presidencia de la República, cerrando un ciclo y un siglo, e imponiendo un nuevo tiempo y una nueva hegemonía regional.

En la Presidencia de la República, Cipriano Castro, además de ser desafiante y belicoso, se convierte en un hombre de francachelas, saraos y vida disoluta, de la que los hombres de su círculo cercano se aprovechan para obtener beneficios. Los excesos de su vida privada poco a poco le van minando la salud. El brandy, las parrandas y el desenfreno sexual agravan una vieja dolencia: un divertículo colónico que, al perforarse en la vejiga, le causa progresivos trastornos, con infecciones severas y altas fiebres que en varias ocasiones lo sumen en la inconsciencia. Por ello, el propio caudillo se convence de la urgencia de buscar remedio a sus males.

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En principio, el atrabiliario gobernante consultó con lo mejor de la ciencia disponible en Venezuela. Todos los galenos que lo atendían coincidieron en el diagnóstico y en la necesidad, si se deseaba su recuperación, de practicar una operación que cerrara la fístula que comunicaba la vejiga con el intestino, donde se localizaban las causas de sus agravados trastornos. A pesar de lo escaso de los medios e instrumentos con que se contaba en Venezuela, se reunió un equipo de cirujanos dispuestos a realizar la operación, y para tal efecto se habilitó especialmente un quirófano en la residencia presidencial de Macuto, donde se llevaría a cabo el acto médico.

El equipo de galenos lo integraban los doctores Pablo Acosta Ortiz, José Rafael Revenga, y Eduardo Celis, quien fungía como anestesiólogo. Los médicos estaban convencidos de que podrían realizar la operación con éxito.

La habitación, transformada en quirófano, fue rodeada por un grupo de los guardias personales de Castro, quienes, en actitud amenazante, esperaban el éxito de la intervención quirúrgica y advertían contra cualquier error médico que pudiera poner en riesgo la vida del distinguido paciente. La operación comenzó con la administración de cloroformo a Castro, quien de inmediato presentó una reacción adversa al anestésico. El Dr. Celis, encargado de monitorizar el pulso, dio la señal de alarma justo cuando el Dr. Revenga había realizado apenas una incisión superficial: «¡Se fue el pulso!». La alarma puso a los guardias en una postura beligerante, amenazando a los médicos. El Dr. Acosta Ortiz tomó el control de la situación y ordenó: «¡Quítenle el cloroformo y déjenlo respirar normalmente!». La orden fue cumplida de inmediato, mientras el Dr. Acosta Ortiz procedió sin dilación a suturar la incisión realizada por su colega, quien sorprendido le preguntó: «¿Qué estás haciendo, Pablo?». Este, serenamente y sin que los guardias escucharan, respondió: «¿Qué va a ser? Salvando nuestras vidas».

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Recuperado del incidente, el mandatario volvió a sufrir los efectos agravados de su dolencia, y fue entonces cuando, in extremis, decidió viajar a Alemania para someterse a la cirugía que había fallado en Venezuela debido a la precariedad de los recursos médicos. Castro cambiaría el poder por la vida, pues, si bien no pudo volver a ocupar la Presidencia ni pisar suelo venezolano tras la traición de su compadre Juan Vicente Gómez, sí pudo vivir dieciséis años más, hasta morir en Puerto Rico en 1924. Él había salvado su vida, y los acobardados médicos que intentaron operarlo en Venezuela también.

*Por: Rafael Simón Jiménez @rafaelsimonjimenezm. Intelectual, historiador y político venezolano

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