Por: Rafael Simón Jiménez.- Desde que los andinos, comandados por Cipriano Castro, arribaron al poder en noviembre de 1899, nunca fueron vistos con buenos ojos por los caraqueños. El aislamiento secular del Táchira, lo dificultoso de las comunicaciones con el centro del país, y la marcada diferencia de hábitos y costumbres entre los capitalinos y los nacidos en la cordillera, crearon desde el arribo del ejército Restaurador a Caracas naturales aprehensiones, prejuicios y repudios que, con el tiempo, se lograrían amainar, pero nunca superar por completo.
Los habitantes de la capital observaron con recelo, al principio, y con desprecio y burla más tarde, a aquellos extraños hombres rústicos, que vestían de manera tan distinta y que además hablaban un lenguaje casi incomprensible, generalmente precedido de un “alas” que ellos no lograban descifrar. Un difícil proceso de asimilación a las costumbres caraqueñas hizo que los andinos fueran vistos como personas diferentes, que pretendían desvirtuar el tradicionalismo de los habitantes del centro, creando un muro inexpugnable de resistencias y enfrentamientos entre ambos grupos de venezolanos.
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Las burlas, chanzas y agresiones contra los andinos marcaron el inicio de su vida en Caracas. En las noches, los tachirenses que se atrevían a incursionar por los barrios de la capital eran agredidos y atacados en grupo. Los incidentes se repetían, dando lugar a una especie de guerra “silenciosa y no declarada,” de donde las nuevas autoridades andinas, que ahora ejercían el gobierno en la capital, sacaron el patibulario lema “ni cobro andino, ni pago caraqueño.”
La prolongada hegemonía de los hombres del Táchira, y sobre todo el proceso de consenso que se produjo a partir de diciembre de 1908, con la salida del poder del enfermo mandatario Cipriano Castro y su relevo por el vicepresidente Juan Vicente Gómez, quien inició su gobierno con gran amplitud y promesas de democracia y libertad, atemperaron las viejas disputas. Sin embargo, en el ánimo del nuevo mandatario permaneció un recuerdo indeleble del repudio de los caraqueños. Cuando tomó el atajo hacia su prolongada tiranía, su animadversión hacia la capital y sus habitantes se hizo notoria, a pesar de su capacidad de ponderación y disimulo.
Por otro lado, Juan Vicente Gómez, desde su primera incursión en afanes guerreros, se enamoró de los valles aragüeños. Su esencia de agricultor y ganadero cordillerano encontró en esos campos fértiles el reflejo de sus haciendas tachirenses, por lo que siempre sintió un particular afecto por Maracay, donde, de hecho, hizo grandes inversiones en haciendas y estableció su residencia oficial. Aun cuando los compromisos y las obligaciones protocolarias del poder lo obligaban a trasladarse periódicamente a Caracas.
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Cuando Juan Vicente Gómez reveló sus verdaderos propósitos de establecer una dictadura con pretensiones de permanencia indefinida, fue nuevamente Caracas, aun en los tiempos más terribles de su tiranía, la que se mantuvo insumisa y rebelde. Los estudiantes de la Universidad Central promovieron en 1913 y 1914 las primeras protestas contra el continuismo, y sus argumentos y movilizaciones encontraron eco en la población. En 1918, cuando la gripe española hizo estragos en Venezuela, Gómez huyó despavorido a encerrarse en sus posesiones en Maracay, sin importarle la suerte de los caraqueños, que morían en grandes cantidades. Las manifestaciones de adhesión al triunfo de los aliados en la Primera Guerra Mundial, sabiendo las veladas simpatías del general Gómez por el Káiser alemán, o el respaldo de artesanos, intelectuales y estudiantes a la frustrada intentona golpista encabezada por el capitán Luis Rafael Pimentel, así como la horrible muerte de su hermano «Juancho,» gobernador del Distrito Federal y primer vicepresidente de la República, apuñalado en sus habitaciones del Palacio de Miraflores, incrementaron la indisposición del dictador hacia Caracas y los caraqueños.
Desde Maracay, llamada la «meca del gomecismo,» donde el dictador fomenta y administra sus negocios, recibe informes de sus ministros y da órdenes a quienes, como «hombres de paja,» encarga formalmente de la Presidencia, Juan Vicente Gómez se sorprende al recibir la noticia de los sucesos que se han generado en la capital con motivo de la Semana del Estudiante en febrero de 1928. En esos eventos, los jóvenes, alentados por el verbo de dirigentes como Jovito Villalba, Rómulo Betancourt y el poeta marxista Pío Tamayo, se atrevieron a vocear consignas de democracia y libertad.
Lo peor aún estaba por impactar al general Gómez: las medidas represivas ordenadas contra la rebeldía de los estudiantes, que implicaban la prisión de sus líderes fundamentales, encontraron no solo la solidaridad de sus compañeros, muchos de los cuales eran hijos o familiares de altos funcionarios de su gobierno, sino también una ola de apoyo en los sectores de la producción, la incipiente masa laboral, intelectuales y profesionales. Esto obligó al régimen a rectificar y ordenar la libertad de los estudiantes. Sin embargo, el 28 de abril de 1928, un golpe de Estado que involucró una conspiración de jóvenes militares, los mismos estudiantes liberados y sectores civiles, sacudió los cimientos de la dictadura. Aunque logró frustrarse gracias a una delación en los días previos y a la decidida actuación del general Eleazar López Contreras, comandante de las tropas acantonadas en la capital, la amenaza fue significativa.
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Esta parece ser la gota que rebasa el vaso de la indisposición de Gómez hacia Caracas, que ahora se convierte en abierta animadversión. En 1936, tras la muerte del dictador, el Dr. Carlos Jiménez Rebolledo, el primer civil que por muchos años ocupó la cartera de Guerra y Marina durante el periodo gomecista, reveló a la prensa que, en los días siguientes a la insurrección conjurada del 7 de abril de 1928, el general Juan Vicente Gómez convocó a sus ministros a una reunión del gabinete en Maracay, a la que confirió carácter reservado. En esa reunión, anunció como una decisión ya tomada la de trasladar la capital de la República a Maracay, lo que fue aceptado por todos los ministros presentes, excepto por el Dr. Jiménez Rebolledo. Este le expresó al dictador: «Le voy a dar una opinión franca y sincera, como las que le he dado siempre. Juzgo que esa resolución de mudar la capital a Maracay es tan grave que debe meditarse antes de llevarse a cabo. Hay que tener en cuenta los intereses creados que hay en Caracas, los del comercio, las industrias, la sociedad y el cuerpo diplomático, que no verán con agrado una resolución que les cause muchos inconvenientes; por lo que pienso que debe aplazarse y mantenerse en secreto hasta tanto se resuelva definitivamente.»
El entonces titular de la cartera militar recordaba que solo recibió el apoyo del canciller Dr. Pedro Itriago Chacín, quien, frente al dictador y al resto del gabinete, defendió como razonables y juiciosas las opiniones del Dr. Jiménez Rebolledo. Esto debió influir en el ánimo del general Gómez, quien decidió aplazar indefinidamente la decisión adoptada, gracias a lo cual Caracas siguió ostentando su condición de capital de la República. Sin embargo, el juicio del presidente sobre la ciudad y sus habitantes no debió cambiar, ya que hizo cada vez más esporádicas sus apariciones en Caracas, generalmente destinadas a recibir cartas credenciales de embajadores o a despachar asuntos ineludibles que requerían su presencia.
*Por: Rafael Simón Jiménez @rafaelsimonjimenezm. Intelectual, historiador y político venezolano