Opinión

No se preocupe doctor, que yo tengo a Venezuela en un puño

Cipriano Castro, presidente de Venezuela, enfrentó la decadencia personal y una intrincada conspiración que lo obligó al exilio en 1908. Su caída marcó el inicio de un largo periodo de ostracismo.

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Por: Rafael Simón Jiménez. El período de gobierno de Cipriano Castro (1899-1908) ha sido uno de los más conflictivos en nuestra trastocada historia. Llegado al poder en una insólita aventura militar, a la que solo acompañaron en principio unas pocas decenas de paisanos tachirenses, cinco meses después las inconsecuencias y corruptelas que corroían al tambaleante y traicionado gobierno de Ignacio Andrade permitieron al valiente, desenvuelto y vocinglero caudillo cordillerano ingresar como jefe absoluto a la Casa Amarilla, símbolo del poder en esos tiempos.

Castro no era para nada un político o militar desconocido, pues, además de gobernador y jefe militar de la sección Táchira del gran estado de Los Andes en tiempos de Andueza Palacios, había sido diputado al Congreso Nacional. Su altisonancia y su fárrago palabrero, aprendido en el lenguaje florido y ampuloso de la prensa liberal colombiana, le permitían arrancar aplausos a las barras cuando intervenía en temas candentes, como la defensa de nuestro territorio Esequibo.

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Derrotada por Joaquín Crespo, la intención continuista de Andueza Palacios llevó a Castro, quien había combatido a favor de este último, a optar por el exilio voluntario en territorio colombiano. Desde allí, venía ocasionalmente a Caracas para tratar de adquirir notoriedad o influencia con el nuevo jefe gobernante, quien lo despreciaba, llegando a calificarlo como un “indiecito que no cabía en su cuerito”. El general Castro, quien respetaba las dotes militares del presidente, regresaba siempre decepcionado a su refugio granadino, consciente de que, mientras gobernara Crespo, poco se podía intentar con éxito en el terreno de las armas.

Cuando, ante la imposibilidad constitucional de reelegirse, Crespo busca un sucesor que se le subordinara y obedeciera a sus dictámenes, Castro se atreve a escribirle sugiriéndole la convocatoria de una convención liberal que escogiera al nominado e incluso le sugiere el nombre de su hermano, gobernador del estado Guárico. Confiado en su fortaleza y hegemonía, Crespo, quien vio en la misiva de Castro una amenaza solapada, comentó con desprecio a su secretario: “Dígale al general Castro que es muy tarde para el consejo y muy temprano para la amenaza”.

Joaquín Crespo impone al general Ignacio Andrade como su sucesor y escamotea, mediante un escandaloso y gigantesco fraude electoral, la victoria contundente del general José Manuel “El Mocho” Hernández, quien, burlado en los comicios, opta por defender su triunfo con las armas. Crespo sale a combatirlo y cae muerto en la Mata Carmelera, dejando a su pupilo en la Casa Amarilla a merced de las traiciones y maniobras del círculo que lo rodea, lo que facilita los planes de Cipriano Castro para hacerse con el poder.

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Belicoso, desafiante, altisonante y valiente, Castro se enfrentará en sus nueve años de gobierno a toda la extensa gama de enemigos internos y externos que se conjuran para echarlo del poder. Los banqueros de Caracas, el propio “Mocho” Hernández, el general Manuel Antonio Matos con su coalición de caudillos de todo pelaje, el cable francés, la New York and Bermúdez Company, las potencias extranjeras, Colombia y los Estados Unidos tendrán oportunidad de confrontarse con Castro. Sin embargo, las animadversiones, enemigos e intereses que va dejando a su paso se la tendrán jurada para pasarle factura a la primera oportunidad.

Dedicado a una vida libertina de bailes, saraos, celestinaje y francachelas, el “vencedor de todas partes”, como la corte aduladora denominaba a Castro, comenzó a resentir en su organismo los excesos del brandy y los abusos sexuales, lo que fue minando su resistencia hasta ponerlo en la disyuntiva de operarse del divertículo colónico que lo agobiaba o morir de mengua.

Puesto en la disyuntiva de ir al exterior a buscar salud o morir, Castro, apelando a su instinto de conservación, optó por aceptar trasladarse a Alemania, donde se le ofrecía una efectiva recuperación. Antes, tomó todas las previsiones para dejar las claves del poder aseguradas, colocando jefes militares adeptos en los principales cuarteles y unidades militares. Finalmente, a pesar de los distanciamientos y las ofensas proferidas a su otrora fiel compadre Juan Vicente Gómez, y dejándose llevar por los consejos de su esposa Zoila y su hermana Nieves, a quien el taimado vicepresidente había manifestado lealtad incondicional al jefe de la causa.

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Castro partió el 24 de noviembre de 1908, sin siquiera sospechar que una bien preparada conspiración le tenía deparada la ausencia definitiva del territorio venezolano. Juan Vicente Gómez, el eje de toda la trama para defenestrar a Castro, se derrite en alabanzas y deseos de pronto regreso. En el vapor Guadalupe, el gobernante viajero se hace acompañar de familiares y médicos de cabecera. Cuando el Dr. Pablo Acosta Ortiz, su galeno de confianza, durante la travesía se atreve a preguntarle si no teme revueltas o reacciones en su contra durante su ausencia, el atrabiliario mandatario se pone de pie y, levantando el puño, vocifera: “No. Eso es imposible, yo tengo a Venezuela encerrada en el puño de la mano.” Solo un mes después, el convaleciente caudillo iniciaba un errabundo destierro que se extendería por dieciséis años, hasta su muerte en Puerto Rico en 1924.

*Por: Rafael Simón Jiménez @rafaelsimonjimenezm. Intelectual, historiador y político venezolano

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