Por: Pedro Vicente Rodríguez Calderón.– Por los años setenta, me fui a Caracas para realizar mis estudios universitarios, conseguir el cupo sería el primer gran reto con que llegaría. De inmediato entendí que serían muchos retos a superar: debía reportar mi llegada a la familia y, para ello, cambiar billetes por monedas, buscar un teléfono público y pararme en una extensa cola de aspirantes a comunicarse. Siempre habría algún enamorado que se extendería de más, en su conversación telefónica.
Luego descubrí que existían teléfonos públicos bidireccionales, que permitían llamar y recibir llamadas. Esto ayudaría en los ahorros y tratamos de encontrar los menos demandados por la gente, para darles el número donde podrían llamarme, eventualmente. Cuanta adrenalina nos tocaba segregar cuando teníamos que evadir las colas caraqueñas y llegar a tiempo al teléfono para recibir la ansiada llamada de familiares o de compañeros.
Eventualmente, visitaba una tía algo pichirre. Ella le colocaba un candado al disco del teléfono residencial para que no le robaran llamadas. Al pagar descuido, mi tía, le aplicaba el robarle las llamadas hundiendo a pulso los botones que aplastaban el auricular, las veces que indicara cada número. Marcar el cero sin equivocarme, era toda una odisea que implicaba pulsar regularmente diez veces el botón. Fallar, significaba iniciar de nuevo sin que llegara la tía.
Estos eran retos que nos segregaban mucha adrenalina, junto a la recluta obligatoria, las redadas por la ley de vagos y maleantes y salir vivos de una manifestación pacífica. Retos que lograban mantener la sazón necesaria a la vida de nuestra primera juventud.
Vivir la vida y aceptar el reto,
recuperar la risa, ensayar el canto,
bajar la guardia y extender las manos,
desplegar las alas e intentar de nuevo,
celebrar la vida y retomar los cielos
Benedetti
Por: Pedro Vicente Rodríguez Calderón
Educador, Comunicador y Político
